domingo, 17 de septiembre de 2017

CRÓNICA DE UN GRITO INESPERADO...

   Fue una noche absolutamente familiar, en que vimos el Grito por la tele. Pero harta de la repetición de los lorolocutores, ("déjame decirte", "Te digo que", estamos en este lugar", "bueno pues", "déjame decirte", "bueno pues"), vimos alegremente otra serie favorita recién encontrada y decidimos descansar. Era la noche del 15 de septiembre. 
   Recibo una llamada tardía de mi joven amiga Margarita Peña, (que anda en organización de algún asunto) y por fin, me quedo en la máquina: es casi medianoche y es la hora en que no hay llamadas, ruidos, no ha temblado y puedo escribir algunas cosas en paz...
   A las cinco con 35 minutos de la mañana del sábado 16, salgo a preparar el primer café del día. La rutina es preparar café y encender la computadora... 
   Digo: voy a mi pequeño estudio y entonces grito... ¡Qué grito!...
   El ventanal está abierto, porque forzaron el seguro. No pudieron entrar a casa porque la reja de protección está puesta a muerte. Pero la computadora está volcada y no tiene los cables en su lugar, pero no pudieron sacarla por la reja. La lámpara se quedó con el foco fundido. No está el regulador que cuesta una millonada. Mis pequeños ratones están tirados en el piso igual que un pesado cenicero. Dos pequeñas cajas de archivo, (de esas en que uno va poniendo mil cosas para guardarlas al ratito), están cerca de la ventana y semivacías... No están mis dos teléfonos celulares y el contacto está destrozado... No he terminado de documentar los daños, porque uno nunca sabe exactamente qué falta y se va dando cuenta, aterrado, enojado, triste, enfurecido, poco después... 
   El o los individuos que perpetraron este robo, deben ser parientes de gorila. Porque mi teléfono estaba sobre el escritorio, a metro y medio de la ventana: debe tener los brazos largos o, lo que es peor, debieron haber usado algún tipo de varilla con ganchos, para poder acercar a la ventana todo lo que se llevaron. Ningún ser humano normal tiene los brazos de metro y medio... No importa, me digo. De por sí son animales irracionales... 
   Finalmente hago el café y me siento, intentando tranquilizarme, pero es inútil, porque sigo pensando. ¿Son los turistas del latrocinio, los que vienen en Semana Santa, Carnaval, vacaciones, navidades exclusivamente a robar?... ¿Son pequeñas bandas locales que tienen muy claro el tipo de objetos que deben llevarle al jefe?... Porque es claro que hay un jefe, porque el desharrapado que comete el robo no tiene posibilidad de vender lo que ha robado, que para eso están las casas de empeño, los "deshuesaderos" y otros locales comerciales que quizá hasta están registrados en Hacienda pero no han sido registrados por ninguna autoridad, que les pida las facturas de lo que tienen por allí regado.. 
   Me excedo y voy en el tercer café, haciendo tiempo. Debo llevar los papeles del seguro de los teléfonos pero es día festivo y abren la oficina hasta las once de la mañana, con un sol mortal. Me lleva toda la mañana llenar documentos, comprar un regulador nuevo y otras maravillas, mientras mi maestro electricista está reparando los daños en los contactos del pequeño estudio. Aún falta revisar la computadora...
   Todavía tengo el grito atorado en la garganta... 
    Y sigo pensando, por supuesto. Ya le dije a usted que de vez en cuando pienso, luego existo. Y acabo por convencerme de que todo latrocinio, todo crimen, tiene muchos aspectos, algunos peores que otros. 
   Lo que se han llevado, en el aspecto material, tiene remedio. Para eso están los meses sin intereses, los seguros por daños, robo o extravío y otras maravillas de la modernidad. Sopetecientos mil pesos y listo. Al rato me entregarán mi nuevo equipo, igualito al que robaron... 
   Pero no hay manera de que ningún seguro pague mi tranquilidad. La seguridad que se siente en casa. Eso fue lo peor que me robaron: la tranquilidad. 
    Ya hasta ha llegado a ser normal sentir temor en la calle. ¡Pero en mi casa, carajo!. ¿En mi casa!... El grito sigue atorado en la garganta... 
   Lo material se repone. Las fotos de mis nietos no. Los mensajes de los amigos no. Mis notas no. 
   Finalmente, limpio y acomodo las cosas lo mejor que puedo. Y descubro, aterrada, que se llevaron unas pequeñas tijeritas en su estuche rojo: me las regaló mi hijo Arturo hace 47 años. Ese fué el robo que me partió el alma... 
   Y entonces si, grito otra vez... 
   Y nada más... 
   

 SAN VALENTÍN, EL ENAMORADO              Yo quería escribir toda suave y modosita sobre San Valentín y contar su enamoramiento de la hija de...